Ela se fue de despedida de soltera a Barcelona. Marta estaba como el icono del fueguito. On fire.
Salieron las seis amigas que se conocían de la universidad el mismo día que llegaron de farra. Viernes a muerte, sábado de supervivencia y el domingo vuelta a casa.
El sábado noche, caminaban alegres hacia el restaurante donde Julia había hecho la reserva. Era un restaurante italiano. Un plan perfecto para terminar el día. Vino y pasta. Al ir a cruzar la calle, Ela metió el pie en un agujero profundo de la acera, cayó al suelo de inmediato. El dolor intenso hizo saltar sus lágrimas. Hacía mucho que no lloraba en público.
La llevaron al hospital. Camilla e ingresada. Se había roto el tobillo. Necesitaban operar.
El mundo se le cayó encima. ¿Qué iba a hacer en Barcelona sola? ¿Quedarse en el hospital? Tras el veredicto del médico y unas lágrimas más, recogió sus miedos y afrontó la situación.
Llamó a casa. Su madre vivía sola en Bilbao. Su hermana en Madrid. Las dos quisieron ir de inmediato a su rescate. Pero Ela no las dejó.
—Estoy bien. Me duele, pero me están dando calmantes. El lunes me operarán a la mañana. Es una operación sencilla. Marta se va a quedar hasta que pase la operación. El lunes a la noche regresará a su casa. Si estoy bien, no hace falta que vengáis. Si no va bien, os llamo y venís. Vamos hablando por WhatsApp cada día, ¿vale?
En parte, Ela quería estar sola. No le gustaba pedir ayuda. Odiaba poner a la gente en compromisos. Llevaba la independencia por bandera en todo lo que hacía.
Llegó el día de la cirugía y todo fue bien. Marta se despidió con un beso y ella se quedó con una semana por delante, allí, en aquella habitación fría de hospital.
Pronto llegó Carmen. Su compañera de habitación. Las horas pasaban lentas y rápidas al mismo tiempo. Ela hacía años que no paraba. No leía un libro sin prisa, no dejaba de trabajar, de viajar, de hacer planes. Aquella pausa forzada en el hospital le pareció un refugio, un descanso, pese a la situación. Se sentía en casa. Hablaba en castellano con el personal, disfrutaba de la comida española. No entendía esa extraña sensación de paz en un lugar tan peculiar.
Llegó el miércoles a la tarde. Tocaron con los nudillos en la puerta. Se abrió y una voz grave pronunció su nombre.
—¿Ela?
Carmen corrió la cortina que separaba las camas y la hizo visible ante los ojos de aquel chico. Ela lo miró con un gesto natural, pensando que sería algún enfermero, y de pronto se chocó con la mirada él.
Era Hugo. Ambos se quedaron callados. Hugo se acercaba lentamente sin dejar de mirarla, y Ela igual. Había una tensión palpable, una emoción contenida. Carmen rompió el hielo.
—¡Hola! ¿Eres su novio? Ya me parecía a mí que esta chica tan guapa tendría que tener un novio como tú.
Hugo no contestó, solo sonrió a la señora.
Ela cerró la cortina, no sin antes pedirle permiso a Carmen, por educación.
—¿Te importa?
—No, no, claro que no. ¿Queréis que me marche? Iba a ir a la cafetería a por un cacho de tarta igualmente. Tú estás coja, pero yo no, así que me daré el capricho.
Carmen era encantadora. Se marchó.
Hugo no dejaba de reírse.
— Pero ¿qué te ha pasado? ¿Te duele? ¡Qué patosa!
—¿Qué haces aquí? ¿Tú no vivías en Bilbo?
—Tengo una feria esta semana en Barcelona. Estaba aburrido viendo Instagram cuando vi tu story. Hice un par de llamadas y enseguida te encontré. No me quitaba de la cabeza la idea de venir a verte. Aguanté el lunes, y el martes, pero hoy ya... me dio mucho miedo perder la oportunidad.
Hugo volvió el jueves, el viernes y el sábado. Atrasó su vuelta a casa hasta el día que Ela salió de aquel hospital. La llevó al aeropuerto.
Su coche gris de empresa olía a nuevo, a limpio. Hugo sin embargo olía a colonia, sabía a atracción. Ela besó cada rincón de sus labios, cada hueco de su cara. Carmen creyó que eran novios y ellos jugaron a serlo durante unos días. No se les daba mal. En el fondo siempre lo habían querido ser.
—No te escribiré —comenzó Ela la última conversación, una que quizás recordaría durante años.
—Vale.
—¿Quieres que te escriba? — Dudó un momento.
—No, sería complicarlo más. ¿Lo dejamos aquí?
—Como siempre...
—¿Como siempre? ¿Qué quieres decir?
—Pues eso... entre tú y yo siempre hay un ahora, pero el futuro lo dejamos para más tarde.
—¿Y qué quieres?
—¿Y tú qué quieres?
El silecio era incomodo. El mismo problema, la no solución.
—No quiero nada. No sé ser de otra forma contigo, lo siento. No puedo verte y no querer comerte la boca. No puedo. -- Hugo siempre tan expresivo.
Ela no supo qué contestar. Llevaban años así, desde que se conocieron en una fiesta de cumpleaños cuando tenían 16.
—Pues nada, a lo mejor nos comemos la boca en 5 años. La próxima vez que nos veamos. Buen plan.
A Hugo le pinchó el corazón. Pero realmente no sabía hacerlo mejor. Tenía mujer y dos hijos. Posponer el amor de Ela le salió caro. No supo ver que aquello no era solo un capricho, sino algo mucho más profundo.
A Ela le daba rabia. Se creía muy independiente, pero en el fondo quería que él resolviera el puzle. Cada vez que lo veía, sentía que Hugo era el protagonista de su película romántica. Había señales que parecían empujarles a estar juntos, pero nunca llegaba a pasar y no entendía por qué no podía olvidarlo.
Ela pospuso ese amor, muchas veces. Se lio con idiotas, con chicos majos, pero nunca cuajo. Ahora estaba sola. Al menos esta vez no había engañado a nadie con él, el de siempre, el chico VIP. Ese que se colaba entre sus bragas, a escondidas, en momentos contados de su vida, pero más importantes que cualquier polvo que había echado.
Salió del coche. Se besaron, en una ciudad, en un ambiente desconocido. Jugando a ser novios, aunque solo ellos sabían que era una mentira.
Tal vez el amor tenga mucho de secretos, de verdades entre dos personas, de casualidades. Tal vez el verdadero amor no sea uno solo, sino todos los que nos atrevemos a vivir, aunque no los sepamos entender.
Ela volvió a Luxemburgo, coja, con el pie inmóvil. Pasó semanas saboreando los besos en su mente, adicta a cada segundo cerca de él. Una melancolía tóxica y bonita al mismo tiempo.
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