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Tenía 25 años. Era mi segundo trabajo como ingeniera.


Nerviosa y tímida, comencé a ir a la oficina de Marimón cada mañana. Entender lo que esperaban de  era mi prioridad número uno. Entregar las tareas a tiempo la prioridad dos, no quedar de tonta la tres… No me acuerdo al detalle, solo  que era joven, técnicamente insegura e inocente.


La oficina era una sala enorme para todos los empleados. Nos dividíamos por departamentos. Dos mesas juntas era un departamento. Una empresa pequeña pero con personas muy grandes dentro.


Ignacio se sentaba enfrente de . Mesa con mesa. Éramos el departamento de hardware. Nuestras pantallas se tocaban por la parte de atrás. Me pareció una distribución un tanto incómoda en un primer momento. Cero intimidad. Sentía que alguien me observaba a todas horas del día. Ni panel de separación, ni baldas, ni libros tras los que ocultarse un poquito.


Con el tiempo compartir espacio vital nos dio mucha confianza. Solo teníamos que mover la cabeza, alzar la mano o tirarnos algo para poder comenzar una broma, una conversación. Nos echábamos muchas risas.


Recuerdo que casi sin hablar, sabíamos cómo estábamos. Aprendí a leer sus movimientos. Sentir sus emociones. Apreciaba la manera en la que entraba a la oficina, se quitaba la chaqueta, se sentaba en su silla. Un café primero, un cigarrillo después. Los suspiros, las sonrisas tras leer un email. Nunca tenía prisa, ni para empezar, ni para acabar el día. Regalaba sus horas a esa empresa que en parte sentía suya.


Un viernes a la tarde comenzó la tradición. Me mando un email. «Hola, escucha esta canción, es la que estoy intentando tocar con la guitarra. Está chula.» La escuché con los cascos puestos, no sin antes lanzarle una mirada. No le comenté nada en alto, me limité a contestarle con otra canción.


Nos gustaba trabajar juntos, nos contábamos nuestros problemas, las historias de nuestros amigos. Pasábamos horas arreglando el mundo y un montón de prototipos que salían mal. Tiempo aburrido que daba para divagar sobre temas como el amor, los cuernos, tener hijos, las drogas. Cinco días a la semana, ocho horas al día.


Era bonito saber tanto de una persona a tiempo real y poder buscarle una canción. A veces hablaban de él, otras muchas hablaban de . Mensajes indirectos tras aquella selección de letras.


Ahora, después de tantos años, trabajo en una empresa mucho más grande. Con relaciones impersonales, menos intensas en calidad y en emoción. Nadie se acuerda de mandarme música cada semana.


Aun así, me sigue flipando este hobby, sincronizarme con la canción perfecta, en el momento adecuado. Subir el volumen, escuchar con cariño y dejarme sorprender. Sentir que es viernes cualquier día de la semana.



PD: Ignacio, el chico de las canciones de los viernes. No sé cómo estás ahora, hace tiempo que no nada de ti. Si algún día lees este texto, mándame una canción por favor. :)

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Sabía que era imposible volver a encontrarnos, en una calle, un día cualquiera, en otra ciudad, sin decirnos dónde.


-- Si algún día te vuelvo a ver seguirás siendo mi novia. Mis besos seguirán siendo tuyos. Te daré uno tan grande, tan intenso. Te lo prometo. La distancia nos rompe hoy, pero tú y yo seremos siempre.


Y nos rompimos fuerte y sin retorno.


Busqué en mi mente su sabor, sus labios gruesos rozando los míos. Las manos suaves acariciando mi cuello. La forma en la que se movía cada vez que le tocaba. Dibujé su físico en la retina de mis ojos. No quería olvidarle.


Años después apareció en las redes sociales. Compartimos mensajes cariñosos, algún te echo de menos entre silencios incómodos y palabras contenidas. Él se había casado, esperaban un bebé. Yo tenía pareja.


Nos fuimos quebrando cada vez un poco más. No hay fantasía que soporte la fría realidad.


Marzo 2017, caminaba sola por Ámsterdam. Había ido a recoger mi pasaporte a la embajada. Llevaba un café de Starbucks en la mano, mi preferido desde aquel verano en San Francisco.


Alcé la vista y lo vi. Era él, lo supe al instante. Mi cabeza no lo entendía, lo trataba de fantasma. Me quedé helada. Paralizada. Él me miró un segundo e hizo como si no me conociera. No iba solo llevaba a una mujer a su lado con una niña de unos 12 años.


No me moví cuando pasaron por la calle estrecha en la que me encontraba. Sentí en café caliente en mi mano tras el escalofrío intenso de mi piel. Caminaron lento y sin mirar atrás dejé libres las lágrimas que brotaban desde mis entrañas.


No sabía por qué lloraba. Lo había encontrado. Lo imposible era posible. Después de cada esquina, cada paseo imaginándomelo, allí estaba. Mi destino. Lloré más fuerte cuando alcancé a dar el primer paso. Ahora sabía que era una mentira. Que no era Oscar, no era él mi amor para siempre.


Tiré el café con muchísima rabia a la basura. Giré la calle con prisa, intentando llegar al tren lo antes posible. Necesitaba huir de mí, de aquella historia que me había inventado.


Fijé la mirada en el suelo con el peso de la vergüenza sobre mi cabeza. De repente un cuerpo choco con fuerza contra el mío. Me agarró del cuello, me puso la cara frente a la suya. Sus ojos estaban abiertos como el que ve una obra maestra. Era él. Había vuelto.


-- No digas nada. Te quiero.


Y me besó. Un beso lento e intenso. Nuestros cuerpos se pegaron como imanes, se reconocieron en un abrazo dulce. No había mar, ni tiempo de por medio. Me olió el pelo, saboree su cuello. Volvimos a mirarnos.


-- Te querré siempre Elena. Sé feliz.


Y se marchó con la emoción en sus ojos. No me dejó decir palabra. Tampoco quise decir más. Solo necesitaba verdad.


Una viaja, vive, trabaja, conoce, besa, ama, lee, envejece. Una da pasos en su propia dirección, dejando historias atrás y un día se encuentra de frente con su propia alma. Y se da cuenta de que los mil lugares pasaron por su cuerpo, pero ella nunca cambió. Ella siempre siguió queriendo.


Llegó junio y me hice una prueba de embarazo. Tras años intentándolo lo habíamos conseguido, estaba embaraza. Hans no se lo podía creer.


Mi cuerpo me dejó avanzar. Ella, o tal vez yo, aprendió a guardar el amor en un lugar para siempre.


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Ayer en la clase de escritura emocional, nos lanzaron esta pregunta...


¿Qué has aprendido en los últimos años?


He aprendido a valorar lo que tengo. A mirar a mi alrededor y celebrar lo que ya he conseguido.


Durante años quise mejorar, ascender en mi trabajo, viajar a los lugares más lejanos, salir con amigos hasta las tantas de la mañana, etc. Siempre quería más.


En la actualidad me he relajado un poco. Intento apartar mi mente de retos demasiado ambiciosos y ser consciente de mi presente. Disfrutarlo.


Hace un año me vi cada mañana angustiada cada vez que sonaba el despertador. Me venían a la cabeza las tareas pendientes que me esperaban en la agenda del trabajo y en el ámbito personal, y no quería salir de la cama. Entendí que tenía que cambiar mi foco. Ser más consciente de mi vida en general.


Decidí todas las mañanas tomarme diez minutos para abrir las persianas de la casa y mirar por la ventana de cada habitación. Me encantaba observar los tejados de las casas, los jardines, los pájaros.


Un día mi mirada se posó en el columpio que pusimos en el jardín. Ese día, ese columpio, me abrió los ojos.


-- Elena tío, que tienes un columpio en tu jardín. !Que tienes un jardín!


Tener un columpio, un jardín, años atrás había sido un sueño recurrente al que aspirar. Una idea de esas que dices en alto, cuando alguien te pregunta que harías si te tocara la lotería.


Aquel sueño se cumplió, como otras muchas cosas, y yo, hasta ese día, no fui consciente de que no lo estaba celebrando.


Hay que celebrar.




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